¿Qué fue de ese poema que no pude atrapar, el que pasó rengueando frente a mí con las alitas rotas?

miércoles, abril 21, 2010

Locuras estivales...

Sólo recuerdo que abrí el cajón de la mesilla y me quedé estupefacto: los objetos que guardo allí estaban celebrando una fiesta y el ruido era ensordecedor. Los tres relojes bailaban salsa en medio del cajón, contorsionándose con movimientos procaces y lujuriosos, mientras la gafa de cerca permanecía tumbada en una hamaca, con un vaso de zumo en la mano, como si estuviese tomando el sol junto a la orilla del mar, que estaba formado por el bicarbonato que avanzaba y retrocedía en tropel, imitando olas. Al fondo, la caja de preservativos estaba abierta, simulando un chiringuito atendido por el prospecto, un papel doblado que se movía también al son de la música. Y allá, a la derecha, una pluma vieja, con la espalda apoyada en la pared y las manos en los bolsillos, susurraba frases coquetas a un mechero al que apenas quedaba gas.

No podía creer cuanto veía. Una cajetilla de cigarrillos se estaba fumando un porro con toda tranquilidad ante la mirada atenta del estuche de los gemelos, que parecía esperear a ver si se lo pasaba alguna vez. Y los sobres de aspirina efervescente, de dos en dos, hacían manitas mientras observaban el voluptuoso baile de los relojes.

El despertador, siempre tan metódico e inalterable, se asomó al borde de la mesa para contemplar también el prodigio que se desarrollaba dentro del cajón. Un libro que reposaba a su lado preguntó qué ocurría allá abajo, y abriéndose por la página 133, se aproximó hasta el borde para descubrir de dónde venía tanto alboroto. Aquella fiesta no tenía visos de acaba y yo, al día siguiente, tenía que madrugar.

Era agosto, la ciudad estaba dormida y por el patio de luces no se veía ni una luz. Seguramente no habría vecinos; todos se habrían ido de vacaciones. Pero yo estaba allí, pasadas las tres de la madrugada, soportando a quienes se divertían sin respetar mi descanso, el mío, que tenía que madrugar al día siguiente para ir a trabajar. Así es que, sin dudarlo, llamé a la policía municipal, les conté lo que sucedía y les pedí que vinieran a cerrar el chiringuito y a poner fin a aquella babilonia.

Con lo que no contaba era con que, en lugar de hacer eso, llegasen unos señores de blanco que me apresaron a mí. Y aquí estoy, en esta sala blanca, acolchada, esperando a que me expliquen qué ocurre y me dejen salir para ir a trabajar a la oficina, que menudo estará el jefe...



Antonio Gómez Rufo




2 comentarios:

Maáru dijo...

Increíble! :)

Sebasnm dijo...

Una vez escribí algo de este estilo, era parecido.
Claro que este está 1.000.000 de veces mejor redactada, beso