No podía creer cuanto veía. Una cajetilla de cigarrillos se estaba fumando un porro con toda tranquilidad ante la mirada atenta del estuche de los gemelos, que parecía esperear a ver si se lo pasaba alguna vez. Y los sobres de aspirina efervescente, de dos en dos, hacían manitas mientras observaban el voluptuoso baile de los relojes.
El despertador, siempre tan metódico e inalterable, se asomó al borde de la mesa para contemplar también el prodigio que se desarrollaba dentro del cajón. Un libro que reposaba a su lado preguntó qué ocurría allá abajo, y abriéndose por la página 133, se aproximó hasta el borde para descubrir de dónde venía tanto alboroto. Aquella fiesta no tenía visos de acaba y yo, al día siguiente, tenía que madrugar.
Era agosto, la ciudad estaba dormida y por el patio de luces no se veía ni una luz. Seguramente no habría vecinos; todos se habrían ido de vacaciones. Pero yo estaba allí, pasadas las tres de la madrugada, soportando a quienes se divertían sin respetar mi descanso, el mío, que tenía que madrugar al día siguiente para ir a trabajar. Así es que, sin dudarlo, llamé a la policía municipal, les conté lo que sucedía y les pedí que vinieran a cerrar el chiringuito y a poner fin a aquella babilonia.
Con lo que no contaba era con que, en lugar de hacer eso, llegasen unos señores de blanco que me apresaron a mí. Y aquí estoy, en esta sala blanca, acolchada, esperando a que me expliquen qué ocurre y me dejen salir para ir a trabajar a la oficina, que menudo estará el jefe...
Antonio Gómez Rufo
2 comentarios:
Increíble! :)
Una vez escribí algo de este estilo, era parecido.
Claro que este está 1.000.000 de veces mejor redactada, beso
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