La mayoría de los
viajes suelen ser por vacaciones, para ir a visitar a algún familiar o por
negocios. Mis viajes siempre fueron por las dos primeras razones y también para
ir a algún que otro recital. Nunca pensé que la excusa de mi último viaje iba a
ser para despedirme de forma metafórica de mi papá: ir al mar para tirar sus
cenizas. Nunca pensé que esta iba a ser la excusa para que, por primera vez,
mis hermanos y yo fuéramos juntos a algún lugar.
Decidimos irnos un
fin de semana, y el destino fue San Clemente del Tuyú, simplemente porque es la
ciudad balnearia más cercana a
Capital Federal, y eso nos proporcionaba menos tiempo arriba del micro. El
hotel elegido estaba ubicado frente a la playa y a dos cuadras del centro; al
no estar en temporada, el precio era más que accesible por la ubicación que
tenía.
Después de acomodarnos en la habitación, cruzamos la calle,
nos sacamos las zapatillas y pisamos la arena; el día estaba un poco fresco,
pero no había viento, por lo que la caminata hasta el mar no fue difícil.
Charlamos, jugamos, disfrutamos de la paz. El paisaje estaba en su plenitud,
nada de gente abarrotada como en el verano: entre todos los presentes, no
llegábamos a quince personas.
Cuando fuimos a almorzar, nos percatamos de que el centro de
la ciudad estaba igual de desolado. Un señor salió de un local de comidas
rápidas a los gritos de “hoy no se cocina, hoy usted no tiene que cocinar,
venga a comer acá que no se cobra cubierto”. Se acercó a nosotros invitándonos
a comer en el bar y al ver que mi hermano tenía una campera de Boca, le regaló
a él y a mi otro hermano un llavero a cada uno del mismo equipo; luego me
preguntó de qué cuadro era yo, San Lorenzo, le dije, pero como no tenía del
azulgrana para darme, me regaló uno con forma de ostra. Dimos una vuelta y al
final decidimos comer en el parador del señor. En la mitad del almuerzo, se
acercó el hombre —que había ido hasta su casa— y me regaló otro llavero: una ojotita de San Lorenzo.
Por la tarde llegó el momento de la despedida. Fuimos a la
playa, abrimos la cajita de madera y nos acercamos los tres hasta la orilla; mi
hermano, Agustín, el del medio, fue el encargado de soltar las cenizas al mar.
Las lágrimas empezaron a brotar de nuestros ojos, y una vez terminado todo, nos
abrazamos un buen rato en silencio y lloramos un poco más. Ya que el viento
empezaba a soplar fuerte, decidimos ir a merendar algo rico y calentito. El
atardecer nos mostraba otro paisaje, los faroles encendidos en la calle
principal le daban al centro un aspecto más cálido. Jugo, café con leche,
tostados y medialunas rellenas desaparecieron pronto de la mesa del barcito.
Frenamos un rato en esos locales que suele haber en todas las zonas costeras,
locales grandes llenos de juegos electrónicos, con muchas luces de colores y
musiquitas que salen de las máquinas. Entre los tres juntamos 603 cupones y los
canjeamos por unos lápices de colores, un anillo y unas cartas de Dragon Ball
Z.
Volvimos al hotel a bañarnos y a descansar un poco. A la hora
de la cena, fuimos a un restaurante que en un cartel anunciaba que iba a haber
un show de música a las 21:30. Cuando nos sentamos, el cantante ya había
empezado, hizo un compilado de canciones latinas y después una tanda de
imitaciones que dejaban bastante que desear. La entrega de la comida tuvo una
demora importante, y al salir, Agustín se quejó de lo sucedido diciendo que de
cena show no tenía nada ese lugar, porque cuando terminó el cantante, aún no
habíamos cenado y que encima nos habíamos llenado con el pan con manteca que
nos dieron cuando nos sentamos. Paseamos un poco más, buscamos algún bar donde
podía estar la gente joven, pero no encontramos nada. El destino final fue un
pool que estaba en un primer piso. Cuando entramos, nos encontramos con cuatro
personas, más el que atendía la barra y rock nacional a todo volumen. Compramos
fernet, unas fichas y jugamos tres vueltas. Mauro, el más chico, tuvo la suerte
de su lado y fue el ganador. Un par de tragos más y a dormir, menos Agustín,
que volvió al bar, porque no tenía sueño.
A la mañana nos levantamos Mauro y yo. El comedor tenía unos
ventanales que daban al mar y, si bien estaba nublado, la vista era hermosa. El
desayuno era continental, por lo que había para todos los gustos: medialunas,
fiambres, frutas, yogur, café, jugo, tostadas, mermeladas. Nadie se quedó con
hambre. A media mañana nos dividimos: mis hermanos se fueron a pasear, y yo fui
a la playa a disfrutar del aire libre y a leer un poco. Es tan diferente la
costa en esa época del año. Nos reencontramos para el almuerzo; esta vez
elegimos un bodegón por el que habíamos pasado varias veces y nunca había
lugar, pero al mediodía tuvimos éxito y compartimos una parrillada con papas
fritas. Sin dudas, fue el mejor lugar al que fuimos a comer: la comida estaba
riquísima y llegó a tiempo, y el mozo era de esos que trabajan con dedicación y
amabilidad, era uno de esos que tienen una memoria de elefante, como se suele
decir y que no necesitan un papelito para anotar los pedidos. Para las 17:30
del domingo, ya habíamos salido del hotel con las mochilas en las espaldas y ya
habíamos llegado a la terminal. El horario de partida era a las 17:50, pero
como el micro estaba con demora, tuvimos que esperar un rato, entre puchos y
celular; entre jugar con un perro y charlar.
Llegamos a casa un poco antes de la medianoche. Cansados, con
hambre, con sueño, pero contentos, al menos yo, porque a pesar de que la excusa
del viaje era un poco triste, terminó siendo una experiencia positiva y
reconfortante junto con mis hermanos.